Sobre el viaje al propio filtro o cómo me planté en Rumanía. Parte II.

He rescatado de la memoria lo más significativo de aquellos doce días. No solo los hechos, sino las sensaciones y también las reflexiones después de 4 meses.

Tuve un pequeño sobresalto en mi primera visita al aeropuerto. Al pasar por uno de los detectores de metales éste empezó pitar y el guardia de seguridad me registró. Después, la señora que inspeccionaba las maletas me dijo –con falsa gracia– que la mía olía a ¿café? y me pidió abrirla. Le intrigaba algo que no reconocía, ni yo tampoco, a través del escáner. Resultó ser una pastilla de jabón para lavar la ropa. El resto de la aventura aeroportuaria fue tranquila, y en el avión pasé la mayor parte del tiempo dormido hasta una hora antes del final del vuelo, cuando desperté nervioso.

Poco antes de aterrizar me embargó una sensación de alerta. Una especie de estrés positivo que, de una manera natural, me mantenía muy despierto y atento incluso a cuanto sucedía más allá de mi entorno inmediato. Se había activado el << chip de supervivencia >>, tal y como describí en mi diario. Pues bien, pese a mi agudizada atención creo que me timó un taxista pagué demasiado caro el taxi hasta el albergue. Y una vez allí, a las 3:30 am de la noche, no vi el teléfono de al lado de la puerta nadie me abría la puerta. Era de madrugada, mi móvil no funcionaba y estaba en la calle, en una ciudad completamente desconocida, en un país cuya lengua no sabía identificar, y pensando en si me convenía más buscar un banco para pasar el resto de la noche o una cabina de teléfono. Dí vueltas hasta toparme con un local de comida rápida. Me acerqué hasta una chica que limpiaba el suelo y le pregunté si hablaba inglés pero se marchó. Al minuto vino hacia mí un señor, parecía el portero del local. Le conté mi problema y sacó su móvil del bolsillo para dejarme marcar el número del dueño del albergue, quién me aseguró, con voz de sueño, que en la puerta había un teléfono para llamar a la chica de la recepción. Puedo decir que encontré la salvación en aquel local de Kebabs, pero casi paso la noche al raso; así comenzó mi estancia.

Primer desayuno rumano 


Al despertar a la mañana siguiente, recordé lo sucedido y pensé que quizás ya había vivido la experiencia más negativa. Por otro lado, lo mejor de todo fue conocer a tanta gente, no pasé solo ni un día. Hay algo especial entre las personas que dejan a miles de kilómetros su zona de confort para adentrarse en otra distinta, dinámica e itinerante. No está ligada a un lugar, ni a un grupo de gente, sino a uno mismo. Es muy amplia, tanto como tolerante o abierta sea nuestra mente. Y deja la puerta abierta a quién quiera pasar, del mismo modo que llama a otras para entrar. Te haces partícipe de en un juego de relaciones efímeras pero cercanas. Este ha sido un gran descubrimiento, y es la gracia de viajar solo.

El primer encuentro fue con Ana y su amigo, dos bucarestinos con los que visitaría el casco antiguo durante mi primera tarde en aquella ciudad. Tras un paseo por las calles peatonales fuimos a tomar unas cervezas y los tres conectamos enseguida. Ellos querían conocer las impresiones del chico español y el por qué del “sin acompañantes”, de aquel forastero con un punto exótico en Rumanía. Yo deseaba averiguar detalles de su forma de vida. Hablamos sobre nuestras costumbres y dejamos el inglés a un lado por unos minutos para escuchar el sonido de nuestros idiomas maternos. Intercambiamos puntos de vista sobre la amistad, formas de diversión y de ganarse la vida. Nuestra conversación se alargaba con risas y la tarde pasaba mientras bebíamos hasta que se hizo de noche. Al despedirme de ellos pensé que sería difícil volver a verlos y repetir la experiencia, pero guardaría un buen recuerdo.

Al día siguiente acudí a un “Free Walking Tour”, dónde conocí a otros viajeros con los que pasaría el resto del día y parte de la tarde. De nuevo me despedí con la misma sensación que la noche anterior. A las 20:00 había quedado con otra chica y sus amigos, esta vez a través de Couchsurfing. Me sentía cansado por el calor sofocante de la mañana pero la limonada que preparan por allí, recién exprimida, alivió mi sed y me refrescó tanto que se convirtió en una bebida habitual, asociada ahora a los buenos momentos.

El tercer día contraté un tour alternativo para visitar lugares diferentes. El cuarto recogí el coche alquilado y emprendí el viaje por carretera. Los días siguientes transcurrieron en distintos escenarios pero con un nexo común: personas a las que les apetecía compartir su tiempo con otras, aunque fueran desconocidas. Pasé un de semana en casa de un matrimonio en Cluj, dónde despertaba el interés de sus amistades que una y otra vez me preguntaban: why Romania? Probé un licor de bienvenida llamado Pálinka y aprendí a brindar diciendo “noroc”. Hice senderismo en Transilvania bajo la lluvia, visité una mina de sal en cuyo interior había una noria gigante. Probé deliciosas frambuesas silvestres. Me perdí en Sibiu porque en el GPS las calles aparecían sin nombre y me alojé dos días en casa de un Mexicano. Al llegar a Brașov coincidí con otro turista de Indonesia que conocí en el tour alternativo y cenamos con su amigo eslovaco. Compartí los tres siguientes días de viaje con otros compañeros que hice allí. Probé la Ciorbă, una especie de sopa servida con una crema ácida, degusté el Bultz (algo como un pastel de harina de maíz y queso) y bebí una suave y rica cerveza llamada Timișoreana, en el acogedor patio de una casa convertido en terraza. Acudí a un concierto de jazz en una de las terrazas ajardinadas con más encanto que he visto.



Me aloje en el albergue sólo por su gran terraza 

Subí hasta 1700 metros con el coche por una carretera de montaña conocida como Transfăgărășan, desde dónde las vistas son ¡buah! las curvas son tan cerradas que no crees que el coche pueda girar tanto, el vértigo te acojona y los arroyos saltan como un torrente de agua por encima de la carretera, sobre construcciones levantadas para tal efecto.


Pasisaje de montaña (Transfăgărășan) 

Entre tanto llegar y salir, conocer y despedir, llega un momento en el que te sientes ciudadano del mundo. Y propones ir a comer a un viajero que conociste hace media hora porque te llamó la atención su camiseta del F.C Barcelona. O, mientras buscas un momento de soledad para escribir en tu diario, aceptas la invitación de un chaval recién llegado a tu albergue para ir a cenar y tomar algo al centro.

Cuando regresaba a casa, y el avión cogía altura, pensaba en el instante de posar la cabeza sobre mi añorada almohada, tumbado y descansando plácidamente en la cama. Sabía que había vivido una experiencia novedosa y muy particular. Los cimientos de unos esquemas de pensamiento, aparentemente inalterables, se estaban trasformando en otros más parecidos a los que uno siempre deseó. Pero eso no sería inmediato, sino que lo averiguaría con el tiempo.

2 comentarios:

  1. Pedro, vaya viaje!! de veras te envidio por tu valentía de ir solo. Yo también quiero vivir esa experiencia, espero tener la misma bravura y la misma suerte, porque a parte del incidente de la llegada al albergue el resto fue todo sin problemas prácticamente.
    Por cierto, edita el texto que tienes un párrafo repetido ;)

    ResponderEliminar
  2. Gracias Ana por tus palabras! Te animo a que lo intentes, es una experiencia inolvidable.

    ResponderEliminar